Este blog es un espacio destinado para compartir e intercambiar, con nuestros alumnos, conocimiento e información relacionada a nuestra asignatura: las Ciencias Sociales.
Recuerde que los prácticos no son obligatorios pero es deseable que asista y participe de las actividades programadas. Las mismas son una extensión de lo dictado en las clases teóricas.

lunes, 26 de agosto de 2013

Lecturas para el Práctico N° 3

Fuente: Página 12 Economía  |  Lunes, 15 de febrero de 2010
TEMAS DE DEBATE: LA INFLUENCIA DE DOS CLASICOS DEL PENSAMIENTO ECONOMICO NACIONAL

El legado de los referentes

Raúl Prebisch y Marcelo Diamand son dos economistas que en algún momento de su vida se atrevieron a nadar contra la corriente y ayudaron a plasmar modelos alternativos al mandato liberal. La vigencia de sus ideas.
Por Andrés Asiain *

El mejor Prebisch

     Raúl Prebisch fue, sin duda, una figura muy contradictoria, pendular. Pese a su origen socialista, participará en dos hitos de la entrega del patrimonio nacional durante la Década Infame: el pacto Roca-Runciman y la creación del Banco Central, del que será su primer gerente general. Ya en la Comisión Económica para América Latina (Cepal) elogiará las políticas industrializadoras que llevaban adelante muchos gobiernos de Latinoamérica, entre ellos el de Juan Domingo Perón en Argentina. Sin embargo, tras el golpe de Pedro Eugenio Aramburu regresará al país para elaborar un plan liberal a la medida del nuevo régimen. Luego volverá a la Cepal, donde profundizará en un pensamiento económico latinoamericano, el estructuralismo, que dará respuestas originales a los problemas del desarrollo en la región. En los años de la última dictadura militar criticará el programa monetarista de José Alfredo Martínez de Hoz. Sin embargo, años después y poco antes de fallecer, se manifestará por el pago de la deuda externa. De tantos Prebisch, uno es el que ha perdurado y, por suerte, lo ha hecho el padre del estructuralismo, el hombre de la Cepal. Seguramente el mejor de ellos y, sin duda, el más necesario, hoy, para nuestro país y toda Latinoamérica.
     Muchos han sido los aportes teóricos y prácticos de Prebisch desde la Cepal. Por ejemplo, el dar una justificación teórica firme a las políticas de industrialización por sustitución de importaciones llevadas adelante por muchos gobiernos de la región. Estas eran vistas por los economistas del centro y sus seguidores locales como aberraciones prácticas que violaban uno a uno los mandamientos de sus creencias económicas. Prebisch se encargará de desmentirlos. Mostrará que cuando el libre comercio impone el desempleo y el subempleo de los trabajadores y la mala explotación de los recursos naturales en un país; la utilización de aranceles para el desarrollo de industrias que no pueden competir sin ellos es eficiente en términos estrictamente económicos. Los aranceles al permitir el crecimiento industrial y el mejor empleo de los recursos humanos y naturales, fomentan un mayor incremento de la riqueza de la sociedad y no pueden ser tildados de ineficientes. Vale mencionar la vigencia del argumento frente a quienes reniegan del actual esquema cambiario-impositivo y sueñan con un ineficiente país de tan sólo soja y finanzas.
     Otro de sus aportes es el de destacar la relevancia que tiene la disponibilidad de divisas para el desarrollo económico. Así, la caída de los términos de intercambio –esto es, la baja del precio de los productos que exportamos en relación con los que importamos– nos condenaba a un lento crecimiento con el consiguiente incremento del desempleo y la pobreza. La importancia práctica del asunto se ha hecho evidente en los últimos años. El alza del precio de los productos primarios aflojó la soga al cuello de la dependencia permitiendo al Africa subsahariana crecer al 5,6 por ciento y a América latina al 6 por ciento, promedio anual entre 2003 y 2007.
     La desigual distribución internacional de los frutos del progreso técnico; la relación entre la estructura social latinoamericana y el subdesarrollo; la exportación de las crisis del centro hacia la periferia; las causas no monetarias de la inflación; la relevancia del mercado regional para el desarrollo de economías de escala industriales; son algunos de los aportes del economista de la Cepal que siguen apuntando al corazón de los problemas económicos de nuestro país y gran parte del tercer mundo.
Sin embargo, ninguno de ellos es su mayor aporte al pensamiento económico. La mayor contribución de            Raúl Prebisch es haber señalado la necesidad de pensar sin las anteojeras teóricas del centro, los problemas de la periferia. Así señalaba como uno de los principales inconvenientes “el número exiguo de economistas capaces de penetrar con criterio original en los fenómenos económicos latinoamericanos”. Y eso no se solucionaba mandándolos a recibir una educación metódica en Europa o los Estados Unidos pues “una de las fallas más conspicuas de que adolece la teoría económica general contemplada desde la periferia es su falso sentido de universalidad”.
* Cátedra Nacional de Economía Arturo Jauretche.
Por Demian Tupac Panigo *

Recordar a Diamand
     A dos años y medio del fallecimiento de uno de los hombres más influyentes en materia de política económica en nuestro país, no es mi intención repetir aquí algún tipo de obituario que resalte vida y obra del ingeniero Marcelo Diamand. ¿Para qué resaltar su ausencia material, cuando resulta más importante explicar su vigencia absoluta tanto en la política económica, cuanto en la academia e, incluso, en la generación de nuevas instituciones? ¿Por qué repasar su vida con cierta nostalgia si sus recomendaciones constituyen el pilar central del proceso de crecimiento con inclusión social más exitoso de los últimos 50 años? ¿Por qué hablar en pasado de sus escritos cuando buena parte de ellos no solamente son de lectura obligatoria en algunas de la universidades más importantes del país, sino que también constituyen la piedra fundacional de nuevas y prestigiosas instituciones como AEDA? No necesitamos obituarios, sino recordar permanentemente en qué consiste su legado respecto del problema de la estructura productiva desequilibrada de nuestro país, y cuál es el camino hacia la solución.
     Argentina tiene una bendición: sus tierras, las más productivas del mundo. Pero el hecho de que estén en unas pocas manos genera ciertos inconvenientes, especialmente cuando el país no cuenta con una industria igualmente competitiva (debido a que para este sector, los privilegios de la naturaleza no tienen efecto alguno sobre la productividad).
     ¿Cuál es el problema? Los productos agrícolas son los que tienen más peso en la canasta de consumo de los trabajadores (alimentos), pero generan muchos menos puestos de trabajo que las manufacturas no tradicionales.
     Para llegar al pleno empleo, no hay otro camino que la industrialización. Para que la industria se desarrolle tiene que poder competir con los productos internacionales, lo que requiere (entre otras cosas, por supuesto) el sostenimiento de un dólar caro (tipo de cambio real competitivo). Si mantenemos un dólar barato (como en los ’90) la industria desaparece y la tasa de desempleo llega al 30 por ciento, porque en vez de producirse en el país, todos los productos industriales se terminarán importando.
     Pero sin intervención adicional del sector público, un dólar caro es lo mismo que un salario barato. Al aumentar el precio del dólar aumenta el precio de los bienes transables, especialmente el de los alimentos, reduciendo así el poder adquisitivo de los trabajadores. Es por ello que desde 2003 en adelante el tipo de cambio real competitivo es complementado con un esquema de retenciones, compensaciones y acuerdos de precios que establece, de facto, un sistema de tipos de cambios múltiples que permite incrementar notablemente tanto el empleo como los salarios reales.
     Este esquema de tipos de cambio múltiples establece un tipo de cambio efectivo más elevado para los sectores que generan más empleo y cuyos productos participan con menor intensidad en la canasta básica de consumo de los trabajadores (porque en estos casos el aumento de precios que se genera con el tipo de cambio más elevado contribuye a generar empleo en el sector sin que ello perjudique sensiblemente el poder adquisitivo de los trabajadores: por ejemplo autos, textiles, electrodomésticos, computadoras, aires acondicionados, etc.) y un tipo de cambio efectivo más bajo para sectores que generan pocos puestos de trabajo pero que producen bienes o servicios de elevada participación en la canasta básica de consumo de los trabajadores (alimentos, combustibles, energía, etc.).
     De lo anterior se desprende una conclusión a recordar al momento de ejercer nuestros derechos cívicos: si usted es dueño o empleado de un banco o tiene acciones de las empresas de servicios públicos privatizados, quizá le convenga un dólar barato como en los ’90; si tiene campos, inversiones en pools de soja, acciones en YPF o en empresas industriales que venden la mayor parte de su producción al exterior, es posible que le convenga un dólar caro, sin retenciones compensaciones ni acuerdos de precios (al menos hasta tanto el Gobierno pueda reprimir los reclamos salariales); pero si usted es un obrero, un empleado público, un comerciante, un empresario del sector servicios no financieros, el dueño de una empresa constructora o un pequeño empresario industrial, no se deje engañar, su bienestar depende de su defensa al dólar caro con retenciones, compensaciones y acuerdos de precios, porque con las otras alternativas, venderá poco, estará desocupado o tendrá salarios miserables.
* Doctor en Economía (Ehess), investigador del Conicet y del Cepremap (París), profesor de la UBA y UNLP. Miembro del Profope.
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Lecturas para el Practico N° 3

Fuente: Página 12 - Economía  |  Lunes, 6 de junio de 2011
Opinión

                                      Smith, Keynes y las paradojas de la ciencia económica

Por Mario Rapoport y Ricardo Lazzari *
Ayer fue el aniversario del nacimiento de dos de los pensadores más influyentes en la historia de la ciencia económica, Adam Smith y John Maynard Keynes. Muchos han hablado y escrito sobre ellos, pero pocos han realizado una comparación de sus vidas y de sus obras, y ésta es la ocasión para hacerlo en momentos en que el capitalismo, el sistema que uno propulsó y el otro intentó salvar, se debate en una profunda crisis. Nuestro objetivo es exponer a grandes rasgos algunas de sus coincidencias y diferencias, lo que nos permitirá comprender, también, los límites del sistema económico en el que vivimos.
      1 Toda teoría económica debe ser enmarcada en su época y las ideas de ambos tuvieron que ver con la problemática que le correspondió vivir a cada uno. Las razones del éxito que los acompañó están vinculadas con sus aciertos en descifrar y entender las tendencias y fenómenos históricos predominantes. En el caso de Adam Smith, la emergencia de un modelo capitalista de desarrollo en la Europa del siglo XVIII, marcado por la Revolución Industrial en lo económico y por cambios políticos que destruyeron o restringieron los privilegios de las monarquías absolutas. En el de Keynes, la época de declinación y primera gran crisis del capitalismo, que no comenzó, como lo señala él mismo en sus Ensayos de Persuasión (1931), con la caída de la Bolsa de Wall Street en 1929, sino antes, en la primera posguerra, a través de síntomas que advirtió tempranamente, como el fin del patrón oro y los desequilibrios crecientes del sistema económico internacional. Una evolución histórica que coincide con su etapa de formación y desarrollo como economista.
     2 Ni el uno ni el otro fueron meramente economistas. Entendieron la ciencia económica como formando parte de saberes más amplios que permitían una comprensión de las sociedades de su tiempo y de la naturaleza de los individuos que las constituían. Adam Smith inició su carrera universitaria como titular de la cátedra de Lógica y Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, donde elaboró, progresivamente, sus teorías sobre el derecho, la moral y el Estado que se plasmaron en su obra Teoría de los sentimientos morales (1759) y en sus Lecturas sobre jurisprudencia. Su teoría económica se deriva de sus concepciones éticas donde el egoísmo domina la esfera económica mientras que el altruismo funda las bases de la vida social. En este sentido, no puede comprenderse su obra principal La riqueza de las naciones (1776) sino en relación con un corpus ideológico y filosófico en el cual se enmarcan sus aportes a la economía política. Keynes tenía también una formación filosófica y una visión amplia de la realidad de su época. No era adicto a los modelos econométricos que sólo podían aprehender aspectos limitados de la realidad y, aunque profesor en Cambridge y funcionario en distintos momentos de su vida, se caracterizaba a sí mismo, irónica o modestamente, como un “publicista”, un autor que escribe para el público en forma periódica con el objeto de difundir sus ideas. En todo caso, para Keynes, todo economista debía poseer una rara combinación de cualidades: ser a la vez matemático, historiador, hombre político y filósofo. Estudiar el presente a la luz del pasado y con perspectiva de futuro, sin dejar de lado ninguna de las instituciones creadas por el hombre.
      3 Ambos concebían al capitalismo como un sistema. No obstante, para Smith era el estadio más elevado en la evolución económica. Keynes, en cambio, consideraba ese sistema como una fase en el desarrollo histórico de la humanidad, aunque por el momento la más conveniente. Adam Smith vio a la economía como un todo orgánico, natural, que a través del mercado tiende a un equilibrio. El hombre, al perseguir su propio interés individual buscando el máximo beneficio, trabaja necesariamente para hacer que el ingreso anual de una sociedad sea el máximo posible. Es llevado a ello por “una mano invisible” que “lo conduce a promover un fin que no estaba en sus intenciones”. En cambio Keynes dice, criticando al laissez faire, que “no es verdad que los individuos poseen, a título prescriptivo, una libertad natural en ejercicio de sus actividades económicas”. No existe –según él– ningún pacto que pueda conferir derechos perpetuos a los poseedores de bienes. A su vez, no es correcto deducir de los principios de la economía política que el mundo estaba gobernado por la Providencia, y que el interés personal obra siempre en favor del interés general.
      4 Sus teorías intentaban modificar determinadas condiciones económicas y políticas. En La riqueza de las naciones se destaca la preocupación de Smith acerca de las políticas mercantilistas que afianzaban los monopolios coloniales. El libre cambio era una condición necesaria para el florecimiento de la competencia, los bajos precios y la expansión de los mercados. En consecuencia, la división del trabajo, principal motor del incremento de las fuerzas productivas, no encontraría trabas para su completa generalización y derivaría en una mayor riqueza de las naciones. Algunos de sus seguidores dedujeron de ello que las crisis serían imposibles dentro del sistema en la medida en que el poder de compra del mercado dependiera de la ampliación de la producción y de los ingresos que ésta generara. Por el contrario, Keynes demostró en su Teoría General (1936), y los años ’20 y ’30 le darían la razón, que al aumentar los ingresos puede no producirse un crecimiento similar del consumo, y aquella parte que se ahorra no necesariamente volcarse hacia la actividad productiva, directamente o a través del financiamiento. Esa insuficiencia en los niveles de consumo e inversión, que no cubren la oferta existente, trae graves consecuencias sobre el producto y el empleo y origina las crisis. De ese modo, como dice Joan Robinson, el economista inglés retoma el problema moral que la teoría del libre mercado había aparentemente abolido: su incapacidad para generar ocupación plena y la necesidad de que existan formas de regulación del sistema económico. Ante tal diagnóstico le competía al Estado lograr el pleno empleo: incrementando el gasto, reformando el sistema fiscal, mejorando la distribución del ingreso y regulando el comercio exterior.
      5 Adam Smith no representa, sin embargo, completamente, la teoría ortodoxa actual que se impuso en los años del neoliberalismo. En su época, el libre cambio suponía la competencia de muchos capitalistas en respuesta al control monopólico del comercio por parte de ciertas corporaciones privadas y estatales. Hoy, en un mundo signado por compañías multinacionales de carácter oligopólico, el mismo principio implica el dominio de los mercados por parte de unas pocas empresas que determinan la producción y los precios, captando para sí la mayor parte del excedente generado por la acumulación de capital, tanto en la esfera propiamente económica como en la financiera. Por su parte, las políticas keynesianas tampoco significan que la intervención del Estado consista en el salvataje de aquellos mismos sectores, empresas y bancos que provocaron la actual crisis y el posterior ajuste de los ingresos de la mayor parte de la población. Está muy lejos del pensamiento de Keynes subvencionar al mercado financiero y rebajar salarios y jubilaciones.
      6 Ni Smith ni Keynes merecen ser valorados por lo que no son, estemos o no de acuerdo con sus postulados. En cambio, valorarlos por lo que son va a ayudarnos a crear un pensamiento propio que responda a nuestras propias necesidades y circunstancias históricas.
* Idehesi/Conicet.
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Lecturas para el Práctico N° 2

Immanuel Kant
Filosofía de la Historia, Ed. Nova. Buenos Aires.

¿QUE ES LA ILUSTRACION?

     La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
     La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
     Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
     Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
     Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
     Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.
     Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien intencionadas-- acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función --en tanto conductor de la Iglesia-- como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
     Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto --hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así-- mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.
     Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual --con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos-- o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
     Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".
     Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos --sin perjuicio de sus deberes profesionales-- pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
     He puesto el punto principal de la ilustración --es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable-- en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
     Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

Lecturas para el Práctico N° 2

Immanuel Wallerstein
 Traducción de Fernando Cubides*
ABRIR LAS CIENCIAS SOCIALES

Nota introductoria
     Las páginas siguientes constituyen el registro de las palabras pronunciadas por Immanuel Wallerstein el 24 de octubre de 1995 en la Social Science Research Council de Nueva York. Su objetivo era la presentación del volumen Open the Social Sciences, un informe sobre la reestructuración de las ciencias sociales auspiciado por la Comisión Gulbenkian. Wallerstein es profesor de la Universidad del Estado de Nueva York en Binghamton y tiene a su cargo la dirección del Centro Fernand Braudel dedicado al estudio de la economía, las civilizaciones y los sistemas históricos. La editorial siglo XXI de México ha difundido en español los dos primeros volúmenes de su extensa obra El moderno sistema mundial, que acaba de ser escogido por la revista Contemporary Sociology como uno de los diez libros de ciencias sociales más influyentes en los últimos 25 años. El libro desarrolla la teoría de la economía- mundo, un influyente y ambicioso marco de referencia de la sociología histórica norteamericana que estudia el impacto del capitalismo en la civilización moderna, El texto de esta presentación apareció originalmente en Items, el boletín del Social Scíence Research Council (vol, 50:1, marzo de 1996).G.C.
     ¿Cómo se construyeron las Ciencias Sociales? Al preparar nuestro informe tuvimos que considerar este asunto para entender los dilemas que ellas confrontan. Comenzamos el relato a fines del siglo XVII1 anotando que el más importante acontecimiento de la época fue una especie de divorcio definitivo —dudo al usar la palabra “divorcio”—, una ruptura entre la ciencia y la filosofía.
     Anteriormente, los vocablos que las designaban, si no eran del todo intercambiables, estaban imbricados de modo muy directo. Ambos significaban conocimiento y la gente no establecía una nítida distinción entre filosofía y ciencia. A fines del siglo de las luces asistimos al nacimiento de lo que C. P. Snow denominó “las dos culturas”. La ciencia comenzó a definirse por su contenido empírico, a ser entendida ante todo como una búsqueda de la verdad a través de la investigación, a diferencia de lo que estaban haciendo los filósofos, especular o deducir de algún modo. Fue una continuación de la ruptura entre la filosofía y la teología; aquí se daba un paso más hacia un sistema de conocimiento íntegramente secularizado.

La Universidad y el conocimiento
     Al tiempo que se producía la fisura intelectual entre la filosofía y la ciencia en la mentalidad de la época, se operaba un resurgimiento de la universidad. Solemos hablar de la universidad como una institución continua, pero ello no es del todo cierto. La universidad medieval fue una institución muy interesante, pero prácticamente había muerto a fines del siglo XVI. Y las universidades llegan a ser insignificantes a lo largo de
los siglos XVI, XVII y XVIII. Carecían de un cuerpo directivo permanente, y lo esencial del trabajo intelectual se llevaba a cabo al margen de ellas y en otro tipo de instituciones como el Collège de France, o la Royal Society. Una de las cosas realmente interesantes que ocurren en el siglo XIX es la reinvención de la universidad como el ámbito, tanto de la creación del conocimiento como de su reproducción. Ello trajo algo nuevo que afectaría a las Facultades, la de Filosofía al comienzo, y las desintegraría hacia algo que
posteriormente se denominaría las disciplinas, dotadas de cátedras con departamentos que otorgaban títulos académicos. La estructura de la universidad tal como la conocemos hoy se creó en verdad a fines del siglo XIX; por lo tanto la universidad y las disciplinas que la conforman constituyen una invención muy reciente.
     En términos del desarrollo de las disciplinas individuales, aproximadamente entre más o menos 1750 y 1850 nos hallamos en una situación en la que surgen centenares de nombres para los campos de investigación. Pero entre 1850 y 1914 asistimos a la reducción de estos nombres a un pequeño número de denominaciones que al final se convierten en las disciplinas. Esto e lleva a cabo mediante una especie de coagulación de conjuntos de intereses, conjuntos de problemas. Nuestro informe arguye que mediante tal agregación arribamos a los seis grandes nombres corrientes hoy en día, más un par de nombres menores. Estas seis grandes denominaciones se convierten en departamentos, en asociaciones profesionales, en revistas académicas y en sistemas de clasificación en las bibliotecas (la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, por ejemplo, las reproduce como conjunto de categorías en la última década del siglo XIX). Todo ello institucionaliza una serie de opciones.

Líneas de demarcación
     Podemos considerar dichas denominaciones con referencia a tres criterios básicos de delimitación. El primero es el de pasado-presente, que configuró una neta diferenciación entre la historia, tal como se reorganizó en el siglo XIX, y el trío conformado por la sociología, la ciencia política y la economía. Se conforman dos presupuestos bien diferenciados acerca de cómo se llega a la verdad científica. Los historiadores siguen la sentencia de Ranke de que “er will blob zeigen, wie es eigentlich gewesen” (tratamos, simplemente, de exponer cómo ocurrieron en realidad las cosas). En otras palabras, se debería tomar como evidencia los documentos escritos en la época en cuestión, en particular aquellos que fueron escritos con propósitos distintos de los de informar al historiador de tres siglos después. La asunción fundamental es que si un embajador le escribe una carta a su monarca, él está tratando de informarle acerca de la situación del país a donde ha sido asignado, y lo está haciendo tal y como ha llegado a entenderla. Si usted lee ese informe tres siglos después, llega a saber en últimas lo que dijo el embajador, que bien puede ser lo que realmente el embajador creía. Y ello a su vez lo impulsa a usted hacia unos determinados archivos. Y también, claro está, en dirección a la historia política y diplomática, que es por cierto la parte de la historia que suele estar mejor conservada en los archivos.
     Se ha postulado que los académicos suelen incurrir en prejuicios acerca de los hechos de su tiempo a causa de que están involucrados en sus propias sociedades. Por tal razón, mientras más atrás se remonten en la historia, más neutrales podrían ser. Además, la realidad objetiva del archivo se impone en el estudioso; no hay allí nada que sea reciente y por ende sospechoso. Por su parte, tanto los Estados como las demás instituciones, no suelen facilitar el acceso a sus documentos recientes a los investigadores. Todavía hoy
los documentos de Estado son secretos por cerca de 20, 30, 50, 100 años o aún más. Por lo demás, con el fin de entender los archivos, se debe estar bastante bien informado acerca del contexto cultural en el que se ubican. Esto suele llevar a los historiadores a trabajar en los campos que les resultan más familiares, y de allí la tendencia preponderante a trabajar en las historias de sus propios países. A la vez se hallan bastante predispuestos contra las generalizaciones, precisamente porque son “científicos”. Es decir, tienden a ver las generalizaciones como anticuadas, propias de la vieja filosofía especulativa, y si usted quiere ser empírico no debería generalizar. En cualquier caso trabajar con archivos lo lleva a ser más y más detallado, y sabemos que los detalles tienden a ser terriblemente ideográficos.
     Por su parte el trío nomotético tiene a su vez toda la lógica en su cabeza. Para ser objetivo, dicen, debemos aportar ante todo datos que no estén al arbitrio del investigador. Mientras más cuantitativos sean los datos, menos dependen de la subjetividad del estudioso y más comparables son en situaciones diversas. Tal postulado nos conduce inexorablemente al presente. Especialmente si se da el paso siguiente que es postular que hay verdades universales acerca de la conducta humana que atraviesan todo tiempo y todo espacio. Al minuto de decir eso, desaparece la diferencia de estudiar la Alemania de hoy o la India del siglo y antes de nuestra era, puesto que se buscan verdades universales. En tanto que los datos sobre la Alemania de hoy son 5000 veces mejores —o podríamos decir pesan 5000 veces más— que los datos de la India de aquel periodo, terminamos estudiando a Alemania con el fin de arribar a nuestras generalizaciones. Por
lo general esa solía ser la separación que se daba a fines del siglo XIX y a comienzos del actual entre la historia y las tres ciencias sociales “duras”. 
     Debemos acotar algo más: la sociología del conocimiento. Por lo menos el 95% de todos los estudiosos y de la investigación académica en el período entre 1850 y 1914, y probablemente hasta 1945, proviene tan sólo de cinco países: Francia, Gran Bretaña, las Alemanias, las Italias y los Estados Unidos. Hay todavía algo más; no sólo la investigación académica proviene de estos cinco países, sino que gran parte de la investigación hecha por la mayoría de los estudiosos es sobre su propio país. Esto es parcialmente pragmático y en parte obedece a presión social y a razones ideológicas: son los países importantes, lo que interesa y lo que debemos estudiar si queremos saber cómo opera el mundo.
     Esto nos conduce a la segunda diferenciación. El hecho real es que los cinco países en cuestión no eran el mundo entero, y había en la comunidad académica la vaga sospecha de que había un mundo más alejado de ellos. Lo que se hizo, a nuestro juicio, fue inventar dos disciplinas adicionales que abarcaran el resto del mundo. La primera y más obvia fue la antropología, a la que se creó para estudiar el mundo primitivo. Al mundo primitivo se lo define de un modo bastante simple: en la práctica vienen a ser las colonias de los cinco
países anotados, incluyendo a su frontera interna. Teóricamente, su objeto se puede definir como aquellos pequeños grupos de bajo nivel tecnológico que carecían de escritura antes de sus contactos con Occidente y que no tenían creencias religiosas que fueran más allá del propio grupo —cada uno tenía sus creencias características. Se presumía que estaban estancados y el tiempo no transcurría para ellos.
     En fin tenemos toda una ideología acerca de cómo abordarlos. Son gente muy extraña, que habla lenguas bastante raras desde el punto de vista europeo. Tenía entonces que irse allí, hacer observación participante, permanecer un par de años con “su tribu”, aprender el idioma consiguiendo que alguien haga de intérprete. ¿Y qué se estudia? Pues todo: etnografía. Puesto que para comenzar no sabemos nada, se ha de aprender todo: cómo se casan, cómo intercambian bienes, cómo ventilan sus diferencias, cuál es la
gramática de la lengua, y al regreso hacemos un detallado informe de todo esto. Era algo bastante ideográfico, basado además en la presunción de ahistoricidad.
     Esto nos ayudaba a resolver el problema de una gran parte del mundo, pero no de todo el mundo, puesto que obviamente había un grupo de países que no encajaban para nada en los anteriores parámetros, que no podrían ser descritos en los términos que he utilizado para describir el trabajo antropológico: China, India, el mundo árabe, Persia. Todos ellos comparten un conjunto de características. Tienen en la actualidad, o tuvieronen algún momento del pasado, uno o más grandes imperios burocráticos en su territorio.
Como resultado de ello tienen escritura y múltiples textos que se han preservado. Además, todos ellos tienen —para usar una expresión del siglo XIX— “religiones mundiales”. El término religión mundial significa esencialmente que se trata de una religión que se ha propagado a una vasta extensión del mundo. El budismo, el islam y el hinduismo son religiones mundiales por oposición a muchas creencias religiosas del Africa que comparten un animismo muy localizado. Tales civilizaciones no europeas poseen religiones mundiales y tienen textos que tienden ampliamente a ser textos religiosos. Lo único que no tenían era modernidad.
     El estudio de esta clase de sistemas sociales se fue construyendo en un último campo al que no se lo definía propiamente como ciencia social, pero que de hecho era la ciencia social más amplia al ocuparse de todas esas áreas del mundo: los estudios orientales. La premisa de estos estudios era bastante simple: eran estructuras maravillosas, complejas que deberíamos comprender. La mejor forma de hacerlo era penetrando en su civilización, lo que en principio significaba leer y aprender los textos —la filología llegó a ser una
técnica de gran importancia— y presentarlos al resto del mundo, mientras se explicaba porqué no habían llegado a ser modernas. Tendieron a ser vistas como civilizaciones congeladas y por lo tanto ahistóricas. Con lo cual tenemos configurada esa segunda delimitación básica: la historia más el trío nomotético dirigido al mundo occidental, y la antropología y los estudios orientales relacionados con el resto del mundo.
     La tercera de las delimitaciones tiene que ver con la existencia de las tres ciencias sociales nomotéticas (la sociología, la ciencia política y la economía) ¿Por qué no una única ciencia social? Pienso que la respuesta tiene que ver con la ideología dominante a lo largo del siglo XIX. Básicamente, el punto de vista dominante a nivel mundial del liberalismo, era que el estado, el mercado y la sociedad eran tres entidades diferenciadas.
     Ellas operaban con lógicas diferentes y por lo tanto debían ser estudiadas en forma separada, y en cierto sentido, se mantenían aparte en el mundo real. Por eso los estudiosos tenían que segregar su conocimiento de tales aspectos. En líneas generales eso fue lo que pasó, y lo que hacia 1945 estaba ya establecido como principio organizativo para las ciencias sociales en las principales universidades. En el propio
surgimiento del sistema universitario como tal tenemos entonces lo que denominaríamos la división tripartita, entre las ciencias naturales, las humanidades y las ciencias sociales. Básicamente, eso es lo que significa filosofía versus ciencia, con las ciencias sociales en algún punto intermedio, reproduciéndose en el interior de éstas la tensión resultante de lacontraposición de las “dos culturas”. Arribamos así a 1945. Y entonces todo esto cambió.

La internacionalización de las Ciencias Sociales
     Pensamos que todo cambió con posterioridad a 1945, primordialmente porque el mundo real cambió en varios sentidos. Tras la segunda guerra mundial surgen los Estados Unidos como la fuerza dominante económica, política y culturalmente. Por cerca de 10 o 15 años llega a ser de modo literal y numérico dominante también en el mundo de la ciencia social. Yo mismo me sorprendí al examinar uno de los informes de la UNESCO en los años de la posguerra y constatar cómo, de un comité de 16 miembros, 15 provenían de los Estados Unidos. Y hoy no puedo imaginar un documento de la misma UNESCO en el cuál de los 16 miembros haya más de uno proveniente de los Estados Unidos. ¿Qué diferencias hay en uno y en otro caso?Podríamos decir que varias, y una de ellas es la presencia de ciertos estudios por áreas geográficas. La historia es muy clara al respecto, y la motivación principal era de índole geopolítica. La gente se decía: “los Estados Unidos tienen todas esas responsabilidades en el mundo y no hay nadie que sepa con precisión qué está pasando en la mayor parte de él; estamos cortos de investigadores, debemos producir especialistas sobre la parte no occidental del mundo”. Surgen entonces los estudios de áreas como modo de organización mediante el cual se pueden producir con rapidez gran número de investigadores que llegan a acumular algún saber sobre Africa, Asia, América Latina, Rusia China y cualquier otra región.
     Se trata de una estructura organizativa muy interesante. La idea básica fue algo así como, “no modificaremos la estructura de las disciplinas. La gente seguirá obteniendo sus doctorados (sus Ph.D.) en cada una de ellas; pero trataremos de inducir a los estudiantes de posgrado a que se especialicen en las áreas y adquieran conocimiento sobre ellas dándoles al menos un año más a los requeridos normalmente para su Ph.D., durante el cual pueda aprender un poquito de todo acerca de la región de que se trate”. Si se estaba interesado en la India, tenía entonces que aprender algo de historia de la India, de la sociología de la India, de su economía, de su ciencia política. Después podía estudiar el idioma urdu o hindi, o lo que fuese. Esto se llamó —para usar la expresión ya consagrada— estudios multidisciplinarios. Los estudiantes adquirían ese conocimiento, en seguida obtenían su Ph.D. en alguna de las disciplinas y luego se esperaba que continuasen con su trabajo empírico sobre la India ya como sociólogos, como economistas o historiadores. Debe decirse que fue un programa bastante exitoso que en los últimos 40 años se expandió más allá de los Estados Unidos. Muchos países adoptaron el mismo esquema y así es como hemos producido miles de investigadores de primera línea, haciendo toda clase de trabajos, lo que hubiera sido impensable antes de 1945.
     ¿Pero qué significa esto ahora? Ante todo, que la delimitación mundo civilizado/resto del mundo se ha roto por completo en términos de las disciplinas. Antes de 1945 se hubiese considerado bastante extraño, que usted emprendiera un trabajo empírico por fuera del mundo occidental si no fuera antropólogo u orientalista. Y de pronto aparecen historiadores, politólogos, sociólogos e incluso economistas ocupándose del resto del mundo. Si se reflexiona sobre ello encontraremos que parece haberse subvertido la lógica teorética de la antropología cultural y de los llamados estudios orientales. Dicha lógica consistía en que aquellas disciplinas tenían cosas especiales que hacer en esas áreas que nadie más podría hacer —y que además debían hacerlo en forma diferente. Y como solían hacerlo de un modo ahistórico, pronto son rebasados al encontrarse con nuevos enfoques, ya se trata de una realidad muy dinámica y cambiante —esa fue la razón por la que se crearon los estudios de áreas. Y ello desafió la lógica de las disciplinas. Los estudios orientales pierden su nombre, los investigadores se unen a otras divisiones y se convierten en historiadores o en profesores de religión. Los antropólogos culturales ensayan varias cosas. Deciden que tanto Europa como Norteamérica también tienen sus propias tribus; se dedican al estudio de los montañeses suizos y de los habitantes de los barrios pobres de Chicago, y en seguida resuelven lo que estudiarán, la “cultura”. Están en la búsqueda de una raison d’être.
     De modo concomitante ha cambiado la lógica interna de los departamentos. No se trata tan sólo de que la antropología cultural y los estudios orientales hayan perdido su exclusividad, sino también de que otras disciplinas tienen que ocuparse de sus fundamentos racionales y metodológicos. Y por encima de todo, con posterioridad a 1945 asistimos a la más extraordinaria expansión de la economía mundial en la historia del
moderno sistema mundial. A su vez significa que hay una gran cantidad de dinero de por medio, y que una parte importante de ese dinero se ha empleado en la también increíble expansión del sistema universitario a todo lo ancho del mundo. Desde 1945 a esta parte se ha producido un incremento en progresión geométrica en el número de universidades, de profesores universitarios, de estudiantes, de estudios de posgrado...
     Cuando miramos nuestros doctorados, hay algo indefinido acerca de lo que se exige como investigación original. Investigación original significa cualquier cosa que hasta el momento no haya sido investigada. Y como el número de doctorados se incrementa rápidamente, eso tiende a ser un problema. Uno tiene que encontrar sus propios nichos. Se desarrolla entonces un proceso natural de incursiones furtivas. Citaré como ejemplo mi propio campo de estudio, la sociología. Una de las primeras subdisciplinas que se desarrolló con posterioridad a la segunda guerra mundial fue la denominada sociología política. Luego vino la sociología económica y un poco después la sociología histórica. Y no quiero hablar de sociologías más esotéricas, como la sociología del turismo, por ejemplo, pero cada una de ellas a la vez significó una incursión en campos vecinos. Recuerdo mi propia experiencia hace unos 40 años cuando hice la sustentación oral de mi
disertación doctoral. Uno de los campos en que me movía era la sociología política, y uno de los jurados me interrumpió para preguntarme: ¿“Cuál piensa Ud. que es la diferencia entre la sociología política y la ciencia política”?, una pregunta que, confieso, no se me había ocurrido antes. Reflexioné y solo atiné a contestar: “Bueno, en verdad no encuentro ninguna” Y todavía hoy no la encuentro. Tenemos pues un problema de yuxtaposiciones que crece día a día.
     Por uno u otra razón asisto a diferentes congresos académicos de carácter nacional. Una de las cosas que me ha impactado al mirar los programas de esos eventos, es que los títulos de las ponencias se parecen cada vez más, y a decir verdad, de guiarse por sus nombres es muy difícil saber en qué congreso se encuentra uno. Los títulos son los mismos tanto en un congreso de sociología como de antropología, ciencia política o historia. La yuxtaposión es cada día mayor. Esta es la situación desde 1945; los estudios de áreas subvirtieron la lógica de la ciencia social al dividir lo que hasta entonces existía. Las mutuas invasiones también contribuyen a esta situación.
     Y entonces, simbólicamente, vino 1968, y con él surgieron dos cosas. Primero que todo, uno de los temas principales del 68 fueron los “pueblos olvidados”, que de inmediato se tradujeron en términos académicos: estudios sobre la mujer, sobre las negritudes y una serie más de temas y de nombres antes marginales. Sus portadores y cultores afirmaron: ahora tenemos un sitio definido y legitimo en la estructura académica; querríamos también una línea de publicaciones, programas especiales, fondos de investigación e inclusos doctorados sobre el tema —aun cuando sobre esto último todavía haya ciertos escrúpulos. Lo que podemos ver de todo este proceso, fuerte, con una amplia base social y por lo visto irreversible, es que de hecho nos estamos moviendo en otra dirección. Si entre 1750 y 1850 teníamos muchos nombres que después se redujeron a seis en 1945, la curva se está moviendo ahora en dirección contraria. Vamos de seis a veinte nombres.Cuando leo los catálogos universitarios me impresiona que agrupan sus áreas del saber bajo diez o doce denominaciones. Todas las universidades conservan los seis o siete ya consagrados, pero cada una le agrega a su vez tres o cuatro que además varían según la institución de que se trate. Y lo previsible es que esa tendencia continuará en el futuro. 

Esferas de investigación
     En los años setenta y ochenta sucedieron otras dos cosas fundamentales para el tema considerado en este informe. La primera consistió en una revolución de grandes alcances en las ciencias naturales. Las ciencias naturales fueron epistemológicamente muy estables desde el siglo XVII hasta los 70’s en el sentido de que las premisas newtonianas y cartesianas siguieron siendo fundamentales para toda la actividad científica. La ciencia siguió considerándose como la búsqueda de las leyes más simples; la ciencia era
objetiva, neutral, se ocupaba de los equilibrios y se la consideraba acumulativa.
     En verdad esta revolución maduró a finales del siglo XIX, pero ella no adquirió fuerza organizativa sino hasta el decenio de 1970. Viene y nos dice que la ciencia no es determinista y que todo lo que podemos alcanzar es una serie de afirmaciones probabilísticas acerca del futuro. Que la exactitud matemática es imposible de obtener y que cada vez que medimos, se mide algo diferente. Los procesos no son lineales sino
bifurcados, que la ciencia es la búsqueda de lo complejo y no de lo simple, y lo que es más importante para nuestro propósito, las leyes científicas son irreversibles. Un presupuesto básico para la ciencia natural era que el tiempo no afectaba la operatividad de la ley. Hoy en cambio varias ciencias naturales proclaman que la reversibilidad es una premisa básica de la actividad científica. El slogan de hoy es “la flecha del tiempo”1.
Incluso las partículas atómicas tienen un tiempo y cambian con el tiempo. Todo esto ha redundado en una modificación de las relaciones entre las ciencias sociales y las ciencias naturales.
     Cuando yo era estudiante nos enseñaban que los científicos sociales éramos inferiores a los científicos de la naturaleza, pero que algún día nos hallaríamos a la par. Si perseverábamos, algún día podríamos hablar de los procesos sociales del modo que los naturalistas hablaban de los procesos físicos, esto es, que eran lineales, que tendían al equilibrio básico y que siendo irreversibles, las leyes que los rigen eran universales. Y de pronto tenemos a un grupo mayoritario de científicos de la naturaleza diciéndonos: no, no, se trata en verdad de “la flecha del tiempo”, de la flecha psicológica, pero el tiempo puede verse en otras direcciones2. Y ello significa, entre otras cosas, que las ciencias sociales y las naturales se van aproximando, pero ya no sobre la base del modelo newtoniano de la ciencia natural y de su mecanicismo, sino sobre la base de premisas que ya de antes eran fundamentales para las ciencias sociales. En efecto, el movimiento de dicho acercamiento va de las ciencias naturales a las ciencias sociales. En cierto modo lo que los físicos parecen estarnos diciendo es que son sociólogos inferiores análogamente a lo que decíamos cuando nos sentíamos menos científicos que ellos. En cualquier caso reconocen que los procesos sociales son los más complejos.
     Y al mismo tiempo asistimos a un movimiento en las denominadas humanidades, que yo pienso tiene mucho que ver con los cambios en la política mundial y ha conducido a un auge de los estudios culturales. Los estudios culturales son un movimiento preponderante hoy en día. Su semillero fueron las humanidades, pero hoy hay muchos antropólogos e historiadores dedicados a ellos, y esa clase de estudios se está expandiendo hacia las demás ciencias sociales. Hay algo confuso todavía, pese a que la gente que se dedica a los estudios culturales le gusta acentuar el grado en que su enfoque es una reacción contra el cientificismo, e incluso una condena del mismo. Ellos se refieren desde luego al modelo newtoniano de ciencia, que como decía antes, ha sido abandonado por la propia ciencia natural. Pero lo que resulta impactante es el grado en que los estudios culturales significan un movimiento que, surgido en las humanidades, las va acercando
progresivamente a las ciencias sociales. El objeto de los llamados estudios culturales es entendido como un proceso social más y por esa vía es una intersección entre las humanidades y las ciencias sociales. Tenemos entonces que no sólo las demarcaciones entre las ciencias sociales se están borrando, sino que la propia división tripartita — humanidades, ciencias naturales, ciencias sociales— está siendo cuestionada.

Un programa de reforma
     ¿Qué clase de ciencia social debemos construir? Primero que todo, sugerimos que el problema del futuro no es simplemente una cuestión de reestructurar las ciencias sociales. Ni siquiera he sugerido que deba hacerse una. Lo que estoy diciendo es que el actual fundamento racional de las disciplinas ya no tiene mucho sentido. Y que mejor nos dediquemos a reflexionar sobre nuevos fundamentos racionales y sobre nuevos criterios de delimitación. Nótese que lo que hoy denominamos biología, hasta hace relativamente poco lo denominábamos zoología y botánica, y que hoy los departamentos de zoología y botánica virtualmente han desaparecido. La biología tiene muchas subdivisiones, pero la botánica y la zoología ya no son las divisiones en las cuales está organizada, luego el pastel puede dividirse de otras maneras.
     Sugerimos que las universidades deben examinar la división tripartita. Está construida sobre el concepto de las “dos culturas” que se formuló para el siglo XVIII y que ha sido superado en gran medida. Y no está mal que seamos un poco chovinistas y pensemos que las ciencias sociales puede ser centrales en el proceso en cuestión. Tenemos derecho a seguir pensando que la universidad sea el ámbito primario de la producción y reproducción del conocimiento. Hasta no hace mucho lo era. Con la formidable expansión de las universidades y de su población estudiantil, una de las cosas que ha ocurrido es lo que llamaría la gran escolarización del sistema universitario, esto es, la enorme presión social —uno tiene que enseñar cada vez más a un mayor número, y además seguir siendo relevante— una presión social para tener una gran número de graduados universitarios con la posibilidad de adquirir empleos profesionales, etc. Los profesores de
secundaria se convierten en profesores de universidad, e incluso de posgrado, y están comenzando a ingresar a los institutos y centros avanzados. Y tenemos que pensar lo que ocurrirá en 20 ó 50 años, si no desarrollamos instituciones más aptas, y si no solventamos el problema de sus bases financieras. ¿Cómo conseguiremos gente que haga investigación? Históricamente, la universidad ha sido la solución para el problema de financiar investigadores. Usted consigue trabajo como profesor, y por esa vía tiempo y eventualmente recursos para investigar y para hacer otras actividades académicas. Si la tendencia de ahora es empujar a los investigadores fuera de la Universidad, o ellos mismos se colocan fuera de ella, ¿quién y cómo se los financia? Una recomendación específica de parte nuestra es que las Universidades y las instituciones afines estimulen algo que ya existe, aunque en pequeña escala: la posibilidad de que se formen grupos en torno a temas específicos durante un periodo de trabajo, un año digamos. Segundo, que en lugar de nuevos programas que se crean cada vez que alguien tiene la idea de trabajar sobre un tema X, las universidades consideren la creación de un centro especialmente dedicado al tema por un período de digamos cinco años. Después ya se verá lo que pueden conseguir al término de ese período sin tener que ocuparse del problema de obtener fondos especiales. (Los fondos se asignarían desde el comienzo y no se gastaría tiempo elaborando propuestas para obtenerlos, que por experiencia es un gasto de tiempo poco retributivo). Ahora bien, mis dos sugerencias tienen, claro está, un costo. Pero tengo dos sugerencias adicionales, que a mi juicio son más importantes, y que, de sobremesa, no costarán un centavo.
     Sugiero que a los profesores de las universidades se les nombre en cargos simultáneos. Hasta ahora ha habido una tendencia a favorecer personas relativamente distinguidas que rondan los cincuenta o sesenta años de edad. Cuando se trata de que esa persona encuentre atractivo la universidad, se le dice: “usted puede ser profesor de X y Y simultáneamente”. Pero es pura cortesía. El segundo cargo a menudo no tiene
sentido, y realmente no se espera que haga nada allí. Sólo es un titulo honorífico que hace sentir bien al profesor. Deberíamos modificar esto totalmente. Nos gustaría decir: es obligatorio el doble compromiso. Ningún profesor en ninguna universidad pertenecerá a un solo departamento. Todos los profesores habrán de estar en dos. Cuando se habla en términos del primer departamento es aquel en el cual se tiene el Ph. D. El segundo departamento podría ser cualquier otro. Y con el fin de impedir que los departamentos se
resistan a ello, se insistirá que todos los departamentos deben tener al menos el 25% de sus profesores provenientes de algún otro de los que denominamos primarios. A mi juicio eso transformará a los departamentos. Puede inducir a nuevas combinaciones y no cuesta un centavo. En la medida en que se convierta en obligatoria, tal pauta funcionará. Cada profesor deberá estar adscrito a dos departamentos, pero él o ella, puede escoger el segundo. Y los departamentos deberán aceptar esta posibilidad, nadie podrá decir “aquí sólo aceptamos de los nuestros.
     Lo mismo podría aplicarse para los estudiantes de posgrado. Hacer obligatorio que tomen un número de cursos en departamentos distintos a aquel que ofrece el programa. Por ahora ello es opcional, pero muchos departamentos se las arreglan para frustrar esa posibilidad. Ahora, en cambio, proponemos que usted no pueda obtener un título de Ph.D. en cualquier disciplina, a menos que tome la cuarta parte de los cursos en otro departamento. Obtendrá un título en la disciplina del departamento primario, pero también podrá escoger una segunda. Y los departamentos tendrán que adaptarse a eso. Las anteriores son mis principales recomendaciones. Pienso que serán revolucionarias y subrayo que no se traducirán en incrementos presupuéstales, para concluir, permítanme citar la última frase de nuestro informe extenso: “lo más importante es que los aspectos subyacentes sean debatidos de modo claro, abierto, inteligente y de manera urgente”.

* Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia.
Digitalizado por RED ACADÉMICA
1- Wallerstein alude a uno de los capítulos de La historio riel Tiempo del físico y matemático inglés Stephen
Hawking. en el que se puede leer: “El tiempo imaginario es indistinguible de las direcciones espaciales. Si
uno puede ir hacia el norte, también puede dar la vuelta y dirigirse hacia el sur: de la misma Forma si uno
puede ir hacia adelante en el tiempo imaginado debería poder también dar la vuelta e ir hacia atrás (...) las
leyes de la ciencia no distinguen entre el pasado y el Futuro”. Ver Stephen W. Hawking, Lo Historio del
tiempo, Editorial Crítica, Barcelona, 1989, pp. 189-90. (Nota del traductor).
2- “Son la flecha termodinámica, la dirección en la cual el desorden aumenta; la flecha psicológica, la
dirección del tiempo según la cual recordamos el pasado y no el futuro: y la flecha cosmogónica, la dirección
del tiempo en la cual el universo se expande en vez de contraerse”. Hawking, Opus nt, p. 200 (Nota del
traductor).